El lunes pasado, España se sumió en una breve pero intensa penumbra. Como si el tiempo hubiera decidido contener el aliento, las calles, los hogares y las pantallas se apagaron en un silencio eléctrico, dejando al descubierto lo frágil que es la luz que nos envuelve cada día. Fue un apagón nacional, efímero pero suficiente para recordarnos que, a veces, el mundo moderno se sostiene sobre un hilo tenue, capaz de romperse en un parpadeo.
Durante unas horas, el país se convirtió en un lienzo de sombras y murmullos. Sin semáforos que ordenaran el caos, sin routers que nos conectaran al ruido digital, sin frigoríficos que susurraran su canción constante. Solo quedó el vaivén de las persianas abiertas, la gente asomándose a las ventanas como buscando una explicación en el cielo nublado, y los móviles agotando su última barra de batería en un intento desesperado por no perder el hilo de la realidad.
Pero la oscuridad no duró. Como un suspiro largo y profundo, la electricidad regresó, devolviéndonos el ritmo acelerado de los días, las notificaciones acumuladas y la ilusión de control. Sin embargo, en ese intermedio, hubo algo casi poético: por un instante, todos miramos hacia el mismo lado, compartiendo la misma pregunta, la misma vulnerabilidad. Un lunes extraño, una semana que empezó tarde, y un recordatorio de que, a veces, basta un pequeño corte para que el mundo pare.Esta semna fue extraña y muy corta, lo poco que estuvimos hicimos reto.
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